viernes, 15 de septiembre de 2017

EL DECRECIMIENTO SEGÚN CARLOS TAIBO

...por José Enrique García Pascua 


Leo el libro titulado En defensa del decrecimiento (Ed. Los Libros de la Catarata, Madrid, tercera edición, de junio de 2010) de Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
Dicho libro se articula en cuatro capítulos, I “Amenazas”, II “Decrecimiento”, III “Barbarie” y IV “Capitalismo”. Puesto que el capítulo segundo es el que atañe directamente al tema enunciado en el título del libro, lo dejaré para el final, y algo diré antes de los otros tres.

El capítulo primero enumera las cuatro amenazas que –de acuerdo con el autor– se ciñen sobre la sociedad actual, a saber, la globalización capitalista, el cambio climático, el agotamiento de los recursos no renovables, en especial los energéticos, que obtenemos de la naturaleza y la sobrepoblación. En la página trece Taibo menciona como un peligro más las agresiones medioambientales, pero las incluye entre los problemas ecológicos junto al agotamiento de los recursos y no se vuelve a ocupar de ellas, aunque, en mi opinión, la contaminación del hábitat y la pérdida de la biodiversidad constituyen una quinta amenaza tan grande y creciente como las otras y, de hecho, el cambio climático es consecuencia de la contaminación. Las tres, o cuatro, últimas amenazas son objetivas y palpables, a pesar de que nuestros conciudadanos mayoritariamente prefieren ocultar la cabeza debajo del ala con el fin de que los inherentes temores no les amarguen la fiesta, esa continua fiesta a la que estamos entregados los habitantes de los países desarrollados, no así los de los lugares –menos desarrollados– en donde se padecen con mayor crudeza los efectos de los susodichos problemas. En cuanto a la globalización capitalista, a la que Taibo dedica en exclusiva el capítulo cuarto, mi parecer es que no resulta exactamente una amenaza en sí para la supervivencia del hombre, sino el marco económico actual que potencia las demás, y, del mismo modo, tampoco habría que considerarla como la única causante de los grandes problemas a los que nos enfrentamos, sino que, como indica el propio Taibo, «los primeros responsables de lo que ocurre somos nosotros mismos» (op. c., p. 12), esto es, la humanidad empeñada desde el principio en satisfacer sus cada vez mayores necesidades actuando sobre el mundo que la rodea.
En el capítulo tercero, “Barbarie”, Taibo advierte de que, ante la inevitable crisis mundial ocasionada por el agotamiento de los recursos, el exceso de población y el empobrecimiento de los ecosistemas como resultado de la contaminación y del cambio climático, es muy posible que los países militarmente poderosos hagan uso de la fuerza para controlar los medios de producción menguantes, como ha ocurrido en tantos momentos de la historia. En realidad, observo que esto ya está sucediendo, allí en el Próximo Oriente, convertido en escenario de la acción bélica de las grandes potencias. Dado que dichas potencias almacenan espeluznantes arsenales de armamento atómico, el estallido de un conflicto generalizado puede significar la aniquilación de la civilización toda.
En un apartado de este capítulo tercero, apartado titulado “¿Reducir violentamente la población?”, Taibo habla de la última de las amenazas mencionadas por él, la superpoblación. La solución bárbara, en efecto, supondría acudir a formas violentas de disminuir el número de humanos, como la eliminación planificada de los pensionistas y otros segmentos onerosos de la población, pero esta solución –me temo– no es, por ahora, políticamente correcta, lo que a Taibo le inclina a proponer más bien otra solución, en línea con sus tesis decrecionistas. Se trataría de que los siete mil millones de habitantes del planeta nos inclinásemos voluntariamente por los hábitos de consumo de los campesinos de Mali, en vez de aspirar al disfrute de los hábitos de consumo de los estadounidenses; así, la Tierra podría alimentar treinta mil millones de personas. Por desgracia, el autor obvia un par de hechos relevantes, en primer lugar, que el ser humano no es espontáneamente generoso, sino que, como enseña la historia con sus guerras, quiere en general prevalecer a costa de los demás y no está dispuesto a compartir la escasez, y eso a pesar de que algunas pocas almas se sientan inclinadas a seguir el precepto evangélico: «Amad a vuestros enemigos» (Mateo 5, 44), y, en segundo lugar, que, aunque fuera hipotéticamente posible alimentar a tanta gente, treinta mil millones de personas de vida sencilla precisarían de una inmensa cantidad de energía y de recursos consumibles y de un espacio vital de tales dimensiones que al cabo surgiría de nuevo el problema de la escasez.

Llegamos ahora al meollo del libro, lo que anuncia su título, el decrecimiento, al que está dedicado el capítulo II. Como he dicho, considero que el capitalismo simplemente es el estadio final del ansia de acaparar característica del ser humano, pero esta ansia fue incrementada hasta cotas inéditas por la revolución industrial, hija y esposa del capitalismo, el cual no tiene otra razón de ser que la concentración de la plusvalía en pocas manos, y esto es lo que hace necesario que la economía crezca siempre, no basta con mantener la producción del año pasado, porque ello acarrea el riesgo de que otro te arrebate tu cuota de mercado. Semejante crecimiento, por tanto, es exponencial, pues se cuantifica en un porcentaje sobre el último PIB anual, el cual, a su vez, había crecido otro porcentaje con respecto al PIB anterior, y así sucesivamente. Crecimiento exponencial es también el que se registra en los diversos ámbitos económicos, como el consumo de materias primas no renovables, el aumento de la población, por la mayor disponibilidad de alimentos y las mejoras sanitarias, o los niveles de dióxido de carbono de origen antropogénico.
 Constatando que todas las grandes amenazas de nuestra época revisten la forma de un crecimiento insostenible a medio plazo, Taibo y otros piensan que la solución viene dada por el decrecimiento, es decir, una nueva economía basada en parámetros que ignora la ciencia económica al uso, la cual, por ejemplo, desdeña el valor económico de los recursos de la naturaleza en sí mismos y sólo atiende al valor económico de su explotación: «un bosque convertido en papel incrementa el PIB, en tanto que ese mismo bosque indemne, decisivo para garantizar la vida en el planeta, no computa como riqueza» (op. c., p. 50). Otro parámetro a transformar sería, por razones obvias, el del consumo imparable promovido como factor esencial de la actividad económica obsesionada por el crecimiento.
La solución, por tanto, no la aporta el socialismo (irreal, en palabras de Taibo) habitualmente presentado como opción alternativa al capitalismo, pues hemos comprobado que la instauración de regímenes marxistas no ha traído otra cosa que un capitalismo de Estado, también obsesionado por el crecimiento. La solución será un sistema económico que se base en parámetros simplificadores de la vida económica de los hombres y que, por ende, traiga la disminución del consumo y del gasto energético.
Los parámetros del sistema propuesto serán: 1, simplicidad voluntaria; 2, promoción del ocio frente al trabajo absorbente; 3, triunfo de la vida social sobre el deseo de propiedad; 4, reducción de las dimensiones de las estructuras productivas; 5, primacía de lo local por encima de lo global, y, 6, redistribución de los recursos en provecho de los desfavorecidos.
En las sociedades opulentas se aspira a redistribuir los recursos, incluso con el fin interesado de que aumente el consumo, pero, en tiempos de crisis y con el deterioro del mercado de trabajo, las diferencias entre favorecidos y desfavorecidos de estas sociedades capitalistas se incrementan, sin mencionar las diferencias cada vez mayores que existen a nivel planetario entre países ricos y pobres. La consecuencia que obtengo es que, si pretende una humanidad más equitativa, el decrecimiento pretende al mismo tiempo dar al traste con la acumulación de capitales y con otras características del capitalismo, como la presente globalización del mercado, sustituida por la proliferación de mercados locales, y la prepotencia de las empresas multinacionales, sustituidas por estructuras productivas a pequeña escala.
¿Cómo alcanzar el triunfo de la hasta aquí diseñada revolución anticapitalista? No, desde luego, por medio de la violencia, ya que los decrecionistas no disponen de tanques, sino a través de una revolución moral, la que denotan los tres primeros parámetros citados. Queremos un mundo en que todos los hombres adopten voluntariamente un género de vida simple, que implique una valoración del ocio mayor que la del trabajo a ultranza (esto no significa entregarse al ocio como otra forma de consumo, que es lo que promueve el capitalismo, sino trabajar menos para que todos puedan trabajar y para que precisamente haya menos consumo) y también una renuncia a la pulsión individualista de poseer que es la seña de identidad del capitalismo.
La antedicha revolución moral tiene sus antecedentes; es, por descontado, lo que predicaban los estoicos: «¿Me preguntas cuál es la medida de la riqueza? Primero, tener lo que es necesario,  luego, lo que es suficiente» (L. A. Séneca: II Carta a Lucilio), pero el estoicismo es para minorías esclarecidas, así que Taibo busca otros antecedentes más populares y en la página ochenta y uno de su obra cita a los socialistas utópicos y a los anarquistas; ahora bien, estos movimientos transformadores nacidos en el siglo XIX tienen un punto de partida común, la noción del buen salvaje que debemos a J. J. Rousseau (1712-1778). Este pensador de la Ilustración considera que los pueblos que conviven en comunidades igualitarias y usan de una tecnología sencilla son naturalmente buenos, y que la aparición de la propiedad privada con su inherente desigualdad, aparición que permitió el desarrollo de la agricultura y la industria, es lo que convierte a aquellos hombres primitivos en seres depravados; por esto, Taibo nos dice que debemos volver a «la experiencia histórica de muchas sociedades que, comúnmente tildadas de primitivas, no estiman que su felicidad deba vincularse con la acumulación de saberes y bienes» (op. c., p. 82). La cuestión, no obstante, es que Rousseau y sus seguidores incurren en una incongruencia que convierte en baladí el mito del buen salvaje; consiste en que no es cierto que el hombre sea bueno por naturaleza y que la propiedad privada y la metalurgia como cosas adventicias le perviertan, más bien la propiedad privada, la metalurgia y la desigualdad son productos de ese mismo buen salvaje transformado en civilizado, no de unos demonios insidiosos: son obra de la voluntad de poder que guía a la estirpe humana. Si los primitivos, a diferencia de los civilizados, son igualitarios y no se consideran propietarios de la naturaleza no es por mera virtud, sino porque la economía propia de aquéllos hace al individuo enteramente dependiente del grupo y del entorno, mientras que la economía de la civilización le proporciona instrumentos para su independencia y su eventual supremacía sobre otros, que es exactamente lo que busca el instinto, por encima de la razón.
Constatamos, empero, que hoy en día muchos ciudadanos de las naciones desarrolladas, desencantados y, sobre todo, alarmados por el derrotero que está tomando la humanidad, escuchan la prédica de Rousseau y buscan en el decrecimiento la alternativa al crecimiento sin tregua, lo que les lleva, por ejemplo, a consumir productos locales y de agricultura ecológica, pero esta transgresión ha sido inmediatamente asumida por el mercado capitalista y encontramos en todos los grandes comercios ofertas que responden a tales demandas; de este modo, la revolución moral en marcha se convierte en un factor más del crecimiento económico. Creo que éste es el mecanismo exitoso con que el capitalismo se enfrenta a las revoluciones incruentas: convertirlas en modas a las que se pueda dar satisfacción mercantil.
Pienso que resulta difícil que el empeño decrecionista llegue a sustituir al sistema capitalista, que ya se está encargando –como acabo de decir– de neutralizarlo. Además, la arriba dibujada moral del decrecimiento por sí sola, sin una instancia de poder que la imponga, carece de futuro, pues se basa en la decisión voluntaria de la gente, y la gente no renuncia voluntariamente ni a la ganancia ni a la propiedad ni a las expectativas de placer carnal que constantemente le suscita el sistema consumista. Los políticos, preocupados únicamente del éxito a corto plazo, como nos recuerda Taibo (cf. op. c., pp. 138 y ss.), nunca querrán poner en funcionamiento una praxis que se oponga al crecimiento del PIB. Acaso, la inminencia de la catástrofe les llevaría a tomar medidas, ya demasiado tarde. Lo cierto es que, mientras tanto, no se quiere enfrentar el problema en toda su dimensión y nos creemos con los neoliberales que el mercado lo resolverá, aunque es el mercado precisamente la causa del problema, o, llenos de optimismo, confiamos en las soluciones tecnológicas, sin tener en cuenta lo que Taibo llama el efecto rebote (cf. op. c., p. 142): un motor de automóvil más eficiente deja el combustible no consumido a libre disposición de otros que ya inventarán nuevas maneras de consumirlo, con lo que, a la postre, el consumo energético aumentará, y esto vale para cualquier forma de consumo.

Las buenas intenciones de unos cuantos voluntaristas no van a frenar el desarrollo capitalista, que nos encamina indefectiblemente al colapso. Como profetizaba aquella película, Soylent green (Richard Fleischer, EE UU, 1973), los pensionistas terminaremos convertidos en cubitos para caldo.


Torrecaballeros, 8 de septiembre de 2017.

4 comentarios:

  1. Mientras el proceso sea voluntario y no cruento,los cubitos alimentarian a algún necesitado. Sería nuestra eucaristía.

    ResponderEliminar
  2. Es un concepto interesante, ése del “Decrecionismo”. Sin embargo, mirando hacia atrás sin ira, algo de eso ya lo hubo en la historia de la Humanidad, pero generalmente no de forma voluntaria.
    A veces hubo chispazos, como el movimiento de los Amish en Estados Unidos por parte de colonos alemanes y suizos, basados en la renuncia a aceptar evoluciones tecnológicas y volviendo a la madre naturaleza. Sin embargo, este movimiento ha quedado muy constreñido a un territorio muy pequeño cerca de Pensilvania, gracias a un gobernador que no le importó que aquellos colonos se negasen a prestar servicio militar (rara avis, desde luego, por allí) y al final se ha convertido en algo turístico por su peculiaridad, con gran cabreo de los miembros de esta comunidad (con alguno llegué a tener un enfrentamiento por hacerles fotografías).
    De forma más individual, estamos viendo que familias procedentes más bien del exterior que de nuestro entorno, compran propiedades a buen precio en pueblos abandonados; allí pretenden integrarse en la naturaleza y vivir de su propio esfuerzo.
    Mirando atrás, pues, el fenómeno parece poco “contagioso”; el Hombre del siglo XXI se ha acostumbrado tanto a los “incentivos” que la técnica ha puesto ya a su disposición, que el mero hecho de pensar en renunciar a ellos le da escalofríos (no hay más que tratar de quitarle a alguien su móvil o su i-pad, pues su reacción sería la misma que si le hubiesen dado una patada en los mismísimos).
    El ser humano sólo reacciona cuando constata que está en verdad seriamente amenazado; el libro del señor Taibo viene a ser un primer aldabonazo. Tendrán que seguir otros muchos para que reaccione…
    Muy interesante el libro, por cierto, y magnífica tu extensa exposición; he llegado incluso a sentir el aldabonazo…

    ResponderEliminar
  3. Interesantísimo asunto. Me apoyo en dos frases que planteas, Jose Enrique. La primera: "...más bien la propiedad privada, la metalurgia y la desigualdad son productos de ese mismo buen salvaje transformado en civilizado, no de unos demonios insidiosos son obra de la voluntad de poder que guía a la estirpe humana". Cierto. Creo que hay una dualidad entre la cooperación y la competencia cuyo hilo se puede seguir a lo largo de la evolución de las especies. La lucha por el territorio, la competencia, incluso la selección natural, ha determinado ciertos equilibrios ecológicos entre esas especies. Pero el hombre está en la cima de la cadena trófica: ha llegado a la cima del poder y sin competencia como no sea entre sí mismo.
    Es cierto que esa competencia dentro de la especie encuentra en el capitalismo su máxima expresión, pero el agotamiento y degradación de su entorno, provocado por un sistema que, más allá de la supremacía, permite el despilfarro, tiene que hacernos reaccionar. Si, "la economía de la civilización le proporciona instrumentos para su independencia y su eventual supremacía sobre otros, que es exactamente lo que busca el instinto, por encima de la razón", llegaremos a un punto ecológico en el que ni siquiera esa supremacía podrá ejercerse más que por un número muy reducido de seres. Los límites del planeta imponen acabar con esa supremacía absoluta de la competencia sobre la cooperación. La pregunta es ¿El capitalismo es el último sistema que conocerá la humanidad?. si se contesta que sí entonces el tiempo se agota demasiado deprisa.

    La otra frase: " Además, la arriba dibujada moral del decrecimiento por sí sola, sin una instancia de poder que la imponga, carece de futuro, pues se basa en la decisión voluntaria de la gente, y la gente no renuncia voluntariamente ni a la ganancia ni a la propiedad ni a las expectativas de placer carnal que constantemente le suscita el sistema consumista." Eso es lo que Taibo ( de simpatías anarquistas) no creo que analiza bien. Cierto que hay cuestiones morales y de comportamiento que se trata que entren en la hegemonía social, pero si no se transforman en propuesta política (en el sentido de buscar la potencia de transformación que dan las instituciones) quedan en un nivel de testimonialismo que no permite llegar a tiempo antes de los cataclismos previsibles.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tu análisis del pensamiento anarquista, en efecto, corre paralelo al que yo hago, pues coincidimos en que el concepto del "buen salvaje" resulta una visión sesgada de lo que es el comportamiento humano, ya que obvia el otro aspecto de él, la competencia, inscrita en los genes (no sólo humanos) tanto o más que la cooperación, y que, cuando la supervivencia está en juego, es la competencia la que prima. Sin embargo, moralmente no nos sentimos a gusto con el dominio, que, a diferencia de la cooperación, acarrea sufrimientos sin cuento; de aquí que sea una creencia antigua, muy antigua, la que nos habla de una edad dorada perdida en la noche de los tiempos. Del mismo modo, estamos de acuerdo en que, sin un poder político que la ampare, la propuesta del decrecimiento voluntario no es por sí misma viable.
      El auténtico problema con que se enfrentan las presentes generaciones no es que tanto que haya triunfado el capitalismo como que, al final del camino, nos encontramos con que el afán de supremacía y la razón instrumental nos está abocando a cataclismos previsibles por haber llegado a los límites del crecimiento. Los decrecionistas opinan que otro sistema, no consumista, alternativo al capitalismo es factible, pero pienso que el precio a pagar es tan alto que difícilmente estaremos dispuestos a cambiar mientras haya de dónde obtener beneficio.

      Eliminar

Escribe tu comentario en el recuadro.
NO TE OLVIDES DE FIRMAR.
¡ LOS COMENTARIOS ANÓNIMOS SERÁN BORRADOS !.